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06/09/2019

Para qué dedicarse a la política, por María Belén Aramburu

Forjar un “nosotros” en el vínculo entre la dirigencia política y el pueblo

Para qué dedicarse a la política, por María Belén Aramburu

Por qué dedicarse a la política? ¿Para qué dedicarse a la política?
¿Se lo preguntaron los dirigentes políticos cuando incursionaron en este ámbito?

Seguramente muchos se hicieron la pregunta, se la respondieron, atendieron a ese propósito y lo desvirtuaron o continuaron.
Sé que muchos de ustedes están pensando que lo que quieren es llenarse los bolsillos y algunos hasta lo han hecho sin pudor.

Pero quiero llegar a la esencia de lo que significa el trabajo en la política para que quien ya está involucrado en esta tarea o pretende hacerlo se lo repregunte en el primer caso y lo considere en el segundo.

Los politólogos hemos aprendido desde un lugar académico, que la política es ciencia pero también arte. Que en lo práctico se refiere al proceso de tomar decisiones que incumben a todos los integrantes de un Estado, siendo que el Estado somos todos, a través, en el caso de la Argentina, del funcionamiento de los poderes del gobierno, ejecutivo, legislativo y judicial en una forma de gobierno republicana.

La ciencia política es una rama de las ciencias sociales que resuelve los problemas que se plantean en la vida colectiva. Estudia el poder público, el del Estado. Persigue, busca, el bien común.
De todas maneras podríamos ser más amplios considerando que es una actividad que está en casi todos los ámbitos de la vida humana entendido como el poder público sustraído de la convivencia humana, ya sea, además de un Estado, una empresa, un sindicato, una escuela, una agrupación, etc.

Podría brindarles infinitas definiciones y teorías sobre lo que es la política y cómo ha sido concebida desde distintos autores. Desde Max Weber que la define en función del poder, de la existencia de gobernantes y gobernados, Carl Schmitt, como dialéctica amigo-enemigo, Maurice Duverger, como lucha o combate de individuos, en un extremo, pasando por una concepción antropológica u otra, la de Hobbes en su Leviatán que “el hombre es un lobo para el hombre” y se nace intrínsecamente malo, como estado natural que lleva a una lucha continua contra su prójimo, estableciéndose un pasaje de un estado de “ley natural” a otro de derecho, la de un Rousseau en su Contrato social, en que el hombre nace naturalmente bueno pero actúa mal forzado por la sociedad que lo corrompe y, basándose en la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos en un Estado formado por medio de un contrato social entre los que lo componen. 

Podría seguir citando miles y miles de teorías pero prefiero las definiciones de quienes entienden la política como aquella que procura obtener el poder y ejercerlo con el objetivo de lograr el bien o el interés del conjunto, del pueblo.
 

A su vez deberíamos saber cuál es la teoría que sustenta la actividad de cada candidato porque de esa filosofía política se desmembrarán todos sus pensamientos y decisiones. Serán como las hojas, ramas del tronco de un árbol.

Y es en estos momentos de incertidumbre y de elecciones en que reflexiono sobre el fin del ejercicio de la actividad política, en que me pregunto si los dirigentes políticos, los candidatos, saben que más allá de promesas y discursos, estamos los que les delegamos un mandato a través de nuestra elección, supuestamente consciente, a través del voto, o bien, a través de la delegación de ese mandato que designen a funcionarios que los acompañen para el propósito para el cual se lo dimos, como así también todas las decisiones que tomen a los propósitos del fin previamente acordado con la sociedad.
 

La idea de la elección de mandatarios está necesariamente ligada al poder de la gente, del pueblo, dejando de lado aquella asociada con que se convierta en una víctima de decisiones que ve como lejanas y asuma su poder de elección, su poder de mandante, ya que, desde este lugar, está confiando a otra persona su representación o gestión. Y así como se lo da, se lo puede sacar a través de los múltiples mecanismos que nuestro sistema, al igual que otros, han generado, perfectibles o no, desde el inicio de la sociedad en un Estado con reglas, principios y leyes, y un buen y sano funcionamiento de las instituciones.
 

Si el fin es el bien común, el que se dedica a la política debe ver cómo articular de la mejor manera posible las herramientas a su disposición para servir a la gente, al pueblo.
 

La relación entre la dirigencia política y el pueblo, debe tener la amorosidad y empatía, además de reglas claras, fundamentales para saber qué necesita la gente, cómo solucionar sus problemas, cómo evitarles el sufrimiento, una relación que se vea tan personal que desmasifique la identidad pretendida del conjunto para darle sostén a un vínculo cercano.

Si amo lo que hago, si amo a aquellos a quienes está destinado mi trabajo, éste encuentra su cauce perfecto.

Yendo a lo más pragmático de esta instancia en la que nos encontramos, la mirada del dirigente político no debe ser distante. Al contrario. Debe tener una lupa que le permita definir quiénes son los más vulnerables ante todo, cómo gestionar programas de ayuda, cúal será la agenda de prioridades, qué temas incluirá esa agenda en los distintos ámbitos de la economía, salud, educación, seguridad que deben ser provistos por el Estado, quiénes lo acompañarán para cada una de las gestiones específicas que también debiesen tener una mirada consciente, empática, y estar formados e informados en los temas que les conciernen, reuniéndose con cada uno de los sectores de la sociedad para atender sus necesidades y lograr, junto con ellos, de manera consensuada, salidas posibles a su crisis, de haberlas, con una mirada de crecimiento hacia el futuro.
 

De esta manera se va forjando un “nosotros” en el vínculo entre la dirigencia política y el pueblo, lugar desde el cual el propio dirigente emana.

Y así se va construyendo una Nación.
Una Nación con identidad propia.
Una Nación de fuertes lazos.
Una Nación, que, como siempre les digo, trasciende al mero Estado y convierte los propósitos en significativos.

 

Por María Belén Aramburu

 


 

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